Vivimos apurados, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, pasamos el día corriendo para llegar a todo, sin prestar atención y dedicación a lo que hacemos, casi de manera automática.
Pasamos poco tiempo en la cocina, comemos pegados a las pantallas y solo aprovechamos el momento social de la comida en celebraciones o eventos que generalmente están “regados” con toda clase de bebidas espirituosas.
Inmersos en esa vorágine, llegamos a casa extenuados tras una dura jornada de trabajo, de tarde de juegos en el parque, de correr para llegar a las actividades extraescolares, hacer compra, poner lavadoras… Y entramos en el momento cena con el piloto automático puesto, sin darnos cuenta de que quizás sea el único momento del día en el que podamos estar junto a nuestra pareja, a nuestros hijos, padres o compañeros de vida.
Y desperdiciamos esa oportunidad de compartir la comida, de aprovechar para probar alimentos nuevos, de aprender a socializar alrededor de la comida, de ofrecer alternativas saludables sin presionar.
Pero también de charlar, de conocer cómo nos ha ido el día, de expresar nuestras emociones a los que nos acompañan y nos apoyan cada día, en definitiva de compartir mucho más que la comida.